By Jose Maria Parramon
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Como insignia de la orden y portador de la cruz, el manto templario era reverenciado hasta el punto de que se despojaban de él cuando tenían que cumplir una necesidad fisiológica. Esta cruz se marcaba también sobre el ganado, los carros y las otras posesiones de la orden. La jerarquía templaría era marcadamente militar. A la cabeza estaba el gran maestre, teóricamente dotado de poder absoluto, aunque debía consultar al capítulo correspondiente antes de adoptar las decisiones más importantes. Asistía al maestre un estado mayor compuesto por un senescal o lugarteniente; un mariscal, o jefe militar, y varios comendadores nominalmente adscritos a Jerusalén, Trípoli y Antioquía.
En este año, Raimundo Rogelio, de Barcelona, donó a la orden del Temple la plaza de Granera. Dos años más tarde, el conde de Urgel les cedió el castillo de Barbera «porque han venido y se han mantenido con la fuerza de las armas en Grayana, para la defensa de los cristianos». Los templarios llegaron a poseer en el reino de Aragón hasta treinta y seis castillos. En 1134, Alfonso el Batallador, rey que, haciendo honor a su título, murió combatiendo al moro, dispuso en su testamento que las órdenes de Tierra Santa heredaran sus reinos de Aragón y Navarra.
Dos años después, el concilio de Tarragona se manifestaba en el mismo sentido respecto a los de Aragón. A pesar de ello el papa había decidido la supresión de la orden. Sus riquezas desaparecieron en una rebatiña final en la que la parte más sustanciosa correspondió a los reyes y a la orden de San Juan. Los templarios que desearon perseverar en su vocación monástica se integraron en las órdenes militares de Montesa y Calatrava. Los de Portugal, por su parte, fundaron una nueva orden bajo la advocación del primer nombre del Temple: caballeros de Cristo.